El amor no es sólo una emoción sino un regalo que nos ha sido dado. Perder el amor de otros, o dejar de sentir amor por ellos es una desgracia a la que debemos renunciar. ¿Cómo? Justamente amando.
Por Maleni Grider
Grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo.
Cantares 8:7
Todos los matrimonios pasan por diferentes dificultades, desavenencias, problemas, retos y conflictos. En mi experiencia personal, después de una de las crisis más fuertes que mi esposo y yo tuvimos que enfrentar como pareja, aprendí que lo que más aprecio en mi vida es el amor. Déjenme aclarar esto: me refiero al amor de Dios, en primer lugar, al amor de mi esposo, al amor de mis hijos, al amor de mi familia, al amor de mis amigos y hermanos de la iglesia, y ¡al amor que yo tengo en mi corazón por todos ellos!
Cuando enfrentamos problemas muy complejos, por lo regular nos desenfocamos y perdemos perspectiva. Por querer tener la razón perdemos el afecto de otras personas; por intentar resolver algo rápidamente dejamos de lado la sabiduría y agregamos más leña al fuego; o al intentar hacer lo correcto cuando estamos desesperados sólo agrandamos el problema.
Casi siempre, cuando lo peor de la tormenta pasa y empieza a salir el sol en nuestra vida otra vez (y en casos desafortunados o extremos, luego de que incluso la pareja o la familia se han disuelto), nos damos cuenta de que aún seguimos amando a aquellos con los que sostuvimos un pleito o un desacuerdo irreconciliable. Seguimos sintiendo por ellos un amor profundo y sincero, un amor que duele y nos hace anhelar estar cerca de ellos, a pesar de habernos apartado.
Con acuerdo o sin éste, con perdón o sin perdón, con reconciliación o sin ella, el amor no se muere. Es probable que creamos o sintamos que está muerto, pero sólo está lastimado, hay confusión, y el Príncipe de las tinieblas utiliza todo ello para engañarnos y distorsionarlo todo. Esas personas a las que tanto amamos se ven distintas, incluso su voz se vuelve molesta, nos parecen irreconocibles. Pero siguen siendo los mismos, y están sufriendo tanto como nosotros durante la crisis.
Demasiado dolor nos ahorraríamos si comprendiéramos que las muchas aguas no podrán apagar al amor (si es que nos pronunciamos por ese amor, a favor de él). Cuando nos casamos con alguien, esa persona llena nuestras expectativas, es por eso que la elegimos. Y sí, se requiere de dos personas haciendo un esfuerzo y alimentando el amor para que la relación matrimonial prevalezca ante todos los embates. Pero el amor es el único ingrediente que no debemos perder de vista ni pasar por alto en medio de la tormenta, pues ningún intento funcionará sin el alto valor del amor.
¿Por qué, si lo entendemos y lo sabemos, es tan fácil perderlo de vista? Porque anteponemos otros sentimientos y no valoramos el don del amor. Decidir amar y ser amados es algo independiente de todo conflicto, pues el amor no es sólo una emoción sino un regalo que nos ha sido dado. Perder el amor de otros, o dejar de sentir amor por ellos es una desgracia a la que debemos renunciar. ¿Cómo? Justamente amando. Dejar de amar y recibir amor sólo hará que todo empeore y nos hará perder el rumbo.
Si nos dejamos llevar por el tamaño del desacuerdo, las actitudes de los demás, las emociones negativas, las ofensas, lo complicado de la situación o lo imposible del acuerdo, entonces caeremos en la tentación del maligno: renunciar al amor. Pero recordemos: amar es un mandato de Dios, y es también una promesa, un compromiso, un voto que hemos hecho a nuestro cónyuge, con quien construimos un hogar, una vida, un destino.
Dios es el autor del amor. Él ha puesto en nosotros la capacidad de amar, y también nos ha enseñado el amor ágape que nunca se apaga, ese que llevó a Cristo a la cruz, el amor que nos lleva a hacer lo imposible por quienes amamos, el amor de las familias (que todo lo puede), el amor de los esposos, que es eterno.