No se puede perdonar cuando hay orgullo en el corazón; no se puede ser sensible y orgulloso al mismo tiempo, es más, no se puede amar si no se tiene humildad.
Por Maleni Grider
Antes de la ruina hubo orgullo; la arrogancia precede a la caída.
Proverbios 16:18
Empezaremos este capítulo diciendo lo que ya todos sabemos, pero que vale la pena recordar: el diablo pecó de orgullo, de soberbia, y tras dicho pecado vino su caída. Lo mismo le pasó a Eva, quien, incitada por Satanás, quiso ser ominisciente como Dios, entonces cayó en desobediencia y, al igual que su tentador fue echado del cielo, ella fue expulsada del Paraíso. En su locura, Eva también tentó a Adán, y él siguió sus pasos. De modo que el orgullo es contagioso, en otras palabras, se puede transmitir.
Hoy en día, la misma tentación existe para todos nosotros: ensoberbecernos y querer disputarle el lugar a Dios, volvernos altivos, creer que somos autosuficientes, y olvidarnos que nuestro Creador será siempre el Altísimo a quien debemos seguir. El orgullo no es sólo una característica negativa del ser humano. De acuerdo a la Palabra de Dios, el orgullo es un pecado. Quizás el más grande, porque es el origen de todo pecado. “Ojos altivos, corazón arrogante, antorcha de malvados, es pecado.” Proverbios 21:4
Es natural sentir rechazo hacia los soberbios, y atracción hacia los humildes. Quien no reconoce su orgullo, no puede dejar de ser arrogante. He aquí la diferencia entre el orgulloso y el humilde: el orgulloso tiene baja autoestima, el humilde tiene muy buena autoestima; el orgulloso es igualado, el humilde sabe dar lugar y honor a otros; el orgulloso critica a los demás y se compara con ellos; el orgulloso se alegra con la desgracia de otros, el humilde se duele de ésta; el orgulloso es impaciente, el humilde es apacible; el orgulloso quiere complacer a otros, el humilde quiere agradar a Dios.
El pecado del orgullo provoca conflicto, en otras palabras, la raíz de los conflictos es el orgullo. El orgulloso magnifica su ego, el humilde da la justa medida al “yo”. El orgulloso quiere competir o derrocar a Dios, el humilde lo exalta. El pecado del orgullo se inicia cuando dejamos de ser agradecidos.
Para poder deshacernos de esa plaga en nuestra persona, es necesario:
- Reconocer y agradecer que todo lo que tenemos es por gracia, es un regalo de parte de Dios. Pues cuando creemos que merecemos lo que tenemos, pronto creeremos que merecemos más de lo que tenemos.
- No creer que somos mejores que los demás, sino meditar sobre nuestras faltas y defectos cada día, para poder mejorar.
- Arrepentirnos del pecado de orgullo. Porque Dios rechaza el pecado, pero también perdona al arrepentido.
- Inclinarnos delante del Señor, reconociéndolo y alabándolo como nuestro rey.
- Dar a otros el derecho de confrontarnos, de hacernos ver cuando estamos en un error, aceptar con caridad y abandonar toda actitud defensiva.
La falta de perdón, la personalidad ofendida, la falsa modestia, la presunción, y la desproporción del ego provienen de la soberbia. Orgullo y humildad son tan extremadamente opuestos como el cielo y el infierno. El primero es el más bajo pecado, la segunda es la más alta virtud cristiana. Recordemos siempre que el ego humano no es el centro del universo, sino sólo un punto de referencia para valorar nuestra vida, nuestra persona, y aprender a amarnos y amar a otros de la manera más compasiva que seamos capaces.
Por orgullo se desatan guerras, se acaban amistades, se mantienen los malos entendidos, se incrementa la rabia y se disuelven matrimonios. La humildad, en cambio, nos acerca los unos a los otros, permite el entendimiento mutuo y promueve el afecto. No se puede perdonar cuando hay orgullo en el corazón; no se puede ser sensible y orgulloso al mismo tiempo, es más, no se puede amar si no se tiene humildad.
Vale la pena analizarnos a solas y cortar de tajo toda raíz de orgullo que habite en nosotros.