La tumba no pudo contenerlo. El poder del Padre removió la roca y Jesús se levantó lleno de gloria.
Por Maleni Grider
Cuando Jesús agonizaba, clavado a una cruz, su cuerpo sangrante pendía entre el cielo y la tierra. La cruz, con sus dos maderos, simbolizaba la unidad vertical del Padre con el Hijo, y el amor horizontal de ambos para con los hombres. A la hora novena del horario judío (alrededor de las tres de la tarde de nuestro horario actual), Aquel por quien todas las cosas fueron creadas personificaba el momento más importante de la historia de la humanidad. Sobre Él recaían todo el pecado, todas las enfermedades, toda la vergüenza nuestra. El castigo fue para el Santo, el Cordero de Dios, el Salvador del mundo.
Cristo se fue quedando solo en la cruz. Mientras venía sobre Él todo el peso de las tinieblas y de la muerte, el Padre se alejaba de Él. Dios no puede convivir con las tinieblas ni con el pecado, así que tuvo que separarse de su Hijo Amado en el preciso momento en que éste agonizaba. La angustia de la separación de su Padre, y todo el dolor que al final lo mató, fueron el precio que Jesús pagó por nuestro rescate.
Momentos antes de morir, a su lado, un ladrón lo insultó. Jesús guardó silencio. Al otro lado, otro criminal salió en su defensa, moría con arrepentimiento e imploró a Jesús que lo recordara cuando viniera en su Reino, es decir, creyó que Jesús era el Enviado de Dios. El Señor, lleno de compasión, aun en su propio tormento, le prometió llevarlo a la gloria en aquel mismo día.
Los que pasaban por ahí le insultaban moviendo la cabeza y diciendo: “¡Tú que destruías el templo y lo reedificabas en tres días, sálvate a ti mismo si eres hijo de Dios, y baja de la cruz!”. Del mismo modo, los sumos sacerdotes, los maestros de la ley y los ancianos se burlaban de él, y decían: “Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo. ¡Es rey de Israel! ¡Que baje de la cruz y creeremos en él!”.
Mateo 27:39-42
Los fariseos no comprendieron el sacrificio de Cristo en la cruz, no entendieron el cumplimiento de las profecías bíblicas, a pesar de que conocían las Escrituras. No dejaban de burlarse porque no creyeron que Jesús era el Hijo de Dios. Lo retaban a que bajara de la cruz y se salvara a sí mismo para creer en Él. Pero el punto es que Jesús no quiso bajar de la cruz. Él decidió permanecer y morir ahí, ante la vista de todos, de la manera más brutal e injusta.
El ladrón crucificado a su lado expresó que estaba recibiendo el castigo justo por sus acciones. ¡Pero Jesús era inocente! Él sabía que su Padre lo amaba, y Él amaba a su Padre. Confió tanto en el Padre que se sometió por completo a su voluntad. ¡Entonces, Dios lo levantó de la muerte al tercer día; Jesús resucitó y hoy vive para siempre!
Jesús quiso morir por nosotros. Cargó su cruz. Nos amó con amor eterno. Dio su vida. Entregó su cuerpo y su sangre. No quiso bajarse de la cruz. No renunció al dolor. Aceptó la muerte. Todo fue consumado. El plan de Dios se cumplió. El velo del templo se rasgó. La tierra tembló. A Jesús lo pusieron en una tumba. Pero la tumba no pudo contenerlo. El poder del Padre removió la roca y Jesús se levantó lleno de gloria.
Por tres días y tres noches el infierno creyó haber vencido, la muerte se enseñoreaba… pero al tercer día… Dios rescató a su Hijo, le dio vida nuevamente y glorificó su cuerpo. Lo coronó y lo hizo Rey. Jesús reinará por siempre y pronto vendrá de nuevo, a juzgar a vivos y muertos. ¡Bendito Aquel que venció a la muerte y nos libró de toda condenación! ¡Gracias, Señor Jesús!