Jesús demostró qué tan frágiles podemos ser en cuanto a nuestros juicios contra otros, que en ocasiones no vemos nuestros propios defectos por estar señalando a los demás.
Por Maleni Grider
Las almas superiores no tienen miedo más que de una cosa: de cometer una injusticia.
Amado Nervo
Es difícil tolerar la injusticia o, mejor dicho, la justicia es intolerable. Cuando acusan a alguien injustamente, o cuando nos acusan a nosotros de manera injusta, la rabia surge como un fuego abrasador.
Cuando juzgamos a otros, en realidad estamos acusándolos. El diablo es acusador. No podemos ver dentro de las demás personas, ni conocer sus intenciones, pues sólo Dios puede vernos por dentro. Sin embargo, juzgamos ligeramente a otros y, a veces, lo hacemos de manera equivocada, por lo que cometemos injusticias.
En verdad es doloroso cuando nos acusan injustamente. En cualquier núcleo humano, pero sobre todo dentro de una familia, las injusticias cobran un precio muy alto y crean resentimientos profundos. Los niños son grandes perceptores de la injusticia, y no se conforman con una explicación mediocre. Entre hermanos existe mucha rivalidad, pero es deber de los padres tratar de ser lo más justos posible para con todos sus hijos.
Cuando Jesús caminó en la tierra, sus estándares de justicia rebasaron todo límite. De hecho, Él rompió los paradigmas y ofreció bondad, misericordia, perdón y redención a buenos, malos, hipócritas, prostitutas, ladrones y endemoniados. A muchos esto podría haberles parecido injusto, por lo que lo atacaron ferozmente, pero el Hijo de Dios fue más allá de la justicia terrenal. No fue justo morir por los pecadores (es decir, por todos nosotros), pero lo hizo, y además sufrió una muerte cruel, lenta y dolorosa.
Jesús demostró qué tan frágiles podemos ser en cuanto a nuestros juicios contra otros, que en ocasiones no vemos nuestros propios defectos por estar señalando a los demás. Hablar de justicia es siempre un tanto relativo. Las sentencias judiciales no parecen ser proporcionales a los crímenes; las retribuciones económicas por daños a la salud no parecen reemplazar lo perdido; las disculpas por ofensas mayores no parecen sanar el dolor; en fin, sólo Dios es justo.
Por eso, cuando queramos juzgar a otro, pensemos primero si esa persona realmente merece el tamaño de nuestra acusación. Intentemos imitar a Jesús, quien pasó por alto muchos pecados debido a su amor y su compasión hacia los hombres. Debemos preocuparnos menos por las injusticias de otros, y ocuparnos más en no cometer nosotros ninguna injusticia.