Muchas veces creemos que la conversión es para los grandes pecadores o para una vez en la vida.
Por H. Luis Eduardo Rodríguez, L.C.
“Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio». Pasando junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, echando las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: «Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres». Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. A continuación los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon en pos de él.”
(Mc 1,14-20 / III Domingo Ordinario B)
La semana pasada tuve la gracia de pasar ocho días en silencio, retirado en una montaña, dedicándome a la oración, a encontrarme con el Señor. Todos los años dedicamos una semana para hacer unos sabrosos ejercicios espirituales. El objetivo: tener un fuerte encuentro con Cristo para recalibrar la vida, escuchar su voz, ver qué nos está pidiendo para este año. Es un momento de conversión, una llamada a dejar la barca a la orilla del lago y seguir a Cristo más de cerca.
Muchas veces creemos que la conversión es para los grandes pecadores o para una vez en la vida. O quizá creemos que algo tan serio como los ejercicios espirituales nos sirve, sí, para discernir nuestra vocación… pero no para el día a día. Quizá podemos decir, hasta con algo de orgullo, que ya dejamos nuestras redes en la playa, que ya estamos siguiendo a Cristo en el camino que Él nos ha indicado. Es cierto: los grandes pecadores necesitan conversión y un momento tan fuerte de discernimiento, como los ejercicios espirituales, nos puede ayudar a discernir ese camino que Dios ha soñado para nosotros desde la creación del mundo.
Pero todos somos grandes pecadores: si los santos se sabían pecadores… ¿qué podemos decir de nosotros? Y la barca no se deja una sola vez: cada día que me levanto de la cama debo dejar mi barca en la orilla y seguir las huellas del Maestro. El dejar un estilo de vida mundano para seguir al Señor en el seminario, en la vida religiosa o en el matrimonio no es el final del camino. A veces, seguimos arrastrando pedacitos de esa barca que dejamos en la playa… o quizá hasta la barca entera y no nos hemos dado cuenta.
Todos los días, Jesús pasa por donde estamos secando nuestras redes. Él nos extiende su mano y nos invita a seguirle. Con Jesús se camina mucho: hay que viajar ligero, hay que dejar muchas cosas en el camino. Cuanto más ligeros vayamos, más agradable se nos hará caminar a su lado. También a mí, pecador, me invita a convertirme y creer en el evangelio. También a mí me invita a seguirlo más de cerca. ¿Estoy dispuesto a dejar mi barca, mis redes? ¿Sé cuál es mi barca, sé dónde están esas redes? ¿Las voy dejando…? ¿Las sigo arrastrando…? ¿O prefiero quedarme con mi barca y que Jesús siga esperando?