Dudar es una facultad de nuestra mente, pero la incredulidad va más allá y prevalece aun cuando existe evidencia de algo.
Por Maleni Grider
En efecto, nadie nos conoce como nuestro espíritu, porque está en nosotros. De igual modo, sólo el Espíritu de Dios conoce las cosas de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, y por él entendemos lo que Dios nos ha regalado. Hablamos, pues, de esto, no con los términos de la sabiduría humana, sino con los que nos enseña el Espíritu, expresando realidades espirituales para quienes son espirituales. El que se queda al nivel de la psicología no acepta las cosas del Espíritu. Para él son tonterías y no las puede apreciar, pues se necesita una experiencia espiritual. En cambio, el hombre espiritual lo juzga todo, y a él nadie lo puede juzgar.
1 Corintios 2:11-15
El Espíritu Santo está presente en nuestra vida. Sin embargo, su manifestación completa ocurre cuando buscamos su presencia de manera constante y apasionada. El Espíritu de Dios se mueve con poder renovador asombroso en nuestra vida cuando anhelamos su llenura.
La gracia que Cristo ganó para la humanidad en la cruz también incluye la majestuosa habitación del Espíritu Santo dentro de nosotros. Jesús prometió que el Consolador vendría y nos “enseñaría todas las cosas”. Su Revelación ha estado con nosotros desde el Siglo I.
El problema de la falta de fe no reside tanto en dudar sino en una franca incredulidad. Dudar es una facultad humana que se desarrolla en nuestra mente y nos ayuda a analizar, reflexionar, cuestionar, deducir, y concluir. Pero la incredulidad va más allá de la duda. La incredulidad prevalece aun cuando existe evidencia de algo.
Por eso, hay personas que genuinamente dudan de todo lo que tiene que ver con Dios, comenzando por su existencia. Pero otras simplemente no quieren o no pueden creer. Se puede dudar con la intención de hallar la verdad, lo cual es absolutamente válido, o se puede utilizar la duda como una forma de incredulidad oculta, para encontrar argumentos en contra de la fe.
Especialmente, la fe cristiana ha sido blanco de escépticos e incrédulos, y ha recibido toda clase de ataques, con el fin de “desmantelarla”, pero esa empresa ha sido totalmente fallida y nunca ha cumplido su cometido, pues hasta el día de hoy, millones y millones de personas profesamos la misma fe. El Espíritu de Dios es el que confirma en nuestro corazón la existencia del Creador, y ha continuado la misión de Jesucristo en la tierra, a través de la Iglesia.
“Jesús les preguntó: ‘Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?’ Pedro contestó: ‘Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo’. Jesús le replicó: ‘Feliz eres, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos’. Y ahora yo te digo: ‘Tú eres Pedro (o sea Piedra), y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; los poderes de la muerte jamás la podrán vencer. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en el Cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo’.”
Mateo 16:15-19
Esa misma revelación es la que hoy en día el Espíritu Santo tiene que hacer en todo hombre que recibe las buenas nuevas del Evangelio, pues la fe viene por gracia y por revelación, no por razonamientos humanos ni dudas ni reflexiones mentales. La fe no es producto del conocimiento teológico sino de un entendimiento dado por el Espíritu de Dios a aquellos que buscan la verdad con un corazón honesto y abierto.
La fe cristiana ha prevalecido contra todas las fuerzas del enemigo, y prevalecerá por siempre, a pesar de la incredulidad, el ateísmo, el humanismo, las innumerables corrientes ideológicas del mundo, las religiones falsas, las sectas, los ofensores y los falsos profetas que hoy abundan.
El poder sobrenatural, divino, del Espíritu Santo es el mismo que ungió a los apóstoles para que llevaran el mensaje de salvación a las naciones. Es el mismo que fortaleció a San Pablo para hablar de la gracia, el bautismo y el perdón de pecados ante los filósofos griegos en el Areópago, así como para salir de naufragios, persecuciones y prisiones durante sus tres viajes misioneros. Es el mismo Espíritu que acompañó a los apóstoles para sanar enfermos y echar fuera demonios, tal como su Maestro lo había hecho.
Ese Espíritu es el que hoy puede ayudarnos a creer, a predicar el mismo evangelio adondequiera que vayamos, y a vivir en victoria sobre el pecado y sobre las malas circunstancias de nuestra vida. Sólo tenemos que buscar su presencia, anhelar la manifestación de su poder, esperar su llenura cada día, caminar con Él, para comprobar cuán real es. Toda duda será borrada y toda incredulidad puede ser superada.