Quienes sufren, necesitan un amigo que se siente frente a ellos en silencio a compartir su dolor.
Por P. Arturo Guerra, L.C.
aguerra@arcol.org
Acababa de terminar la misa. El sacerdote y el diácono en la sacristía de la capilla de aquel hospital nos quitábamos los ornamentos sagrados. De pronto entraron un joven y una joven. El joven -como quien no se atreve mucho- nos dijo:
– Perdonen, ¿puedo hablarles un momento?
– Sí, claro.
Entonces a aquel joven se le cortó la voz, comenzó a llorar y nos dijo -como pudo- que su hermano estaba en cuidados intensivos y que si podíamos visitarlo. Siguió llorando desconsolado. La joven que le acompañaba callaba.
Terminamos de quitarnos estolas y albas, el padre tomó el ritual del sacramento de la unción de los enfermos, la monjita sacristana se trajo los santos óleos y fuimos para allá.
De camino le preguntamos al joven qué tenía su hermano. A la entrada de la zona reservada había que frotarse las manos con uno de esos geles que huelen mucho a alcohol.
Llegamos a la habitación y encontramos a un joven de unos 30 años tirado en la cama, inconsciente, conectado a 5 ó 6 máquinas con sus respectivas pantallas. El cráneo enyesado. Los ojos cerrados. La boca abierta. Parecía muerto. La única señal de vida que detecté fue su abdomen que se movía tímidamente al ritmo de la respiración. Llevaba más de doce días en coma a causa de un accidente en el que se había golpeado la cabeza.
Ahí estaba también su mamá y algún otro familiar. Les saludamos a todos como pudimos. El sacerdote empezó la celebración del sacramento. La joven aquella empezó a llorar y ya no paró durante toda la unción.
Al terminar les ofrecimos nuestras oraciones y mientras nos despedíamos les preguntamos cómo se llamaban. Cuando le llegó el turno a la joven, nos dijo su nombre llorando y nos explicó que era la novia del joven en coma.
Salimos de aquel hospital en silencio.
De regreso a casa (esto sucedió hace algunos años en mis tiempos de diácono) pensaba en cuántos lugares del mundo, en cuántas camas de hospitales o de chozas remotas existían tragedias semejantes y peores. Es el misterio del dolor que tarde o temprano toca la vida de todas las familias del mundo.
Cuenta el libro de Job que cuando tres amigos se enteraron de las tres tragedias de Job –la destrucción de sus posesiones, la muerte de todos sus hijos, y la enfermedad que le llenó el cuerpo de llagas misteriosas– se fueron corriendo a visitarlo. Mientras se acercaban vieron de lejos el estado de su amigo y empezaron a llorar a voz en grito. Y al llegar a su lado se sentaron en silencio frente a él y así se quedaron durante siete días y siete noches, sin pronunciar una sola palabra.
Y es que el dolor deja sin palabras a cualquiera. El Señor con sus sacramentos lo que quiere es sentarse en silencio frente a quien sufre para acompañarle. Quien sufre y quienes sufren por quien sufre no necesitan palabras, necesitan un amigo que se siente frente a ellos en silencio a compartir su dolor. ¿Qué esperas?