Lo que reservamos en esa cajita es algo…, no, es Alguien tan grande que ni el Templo de Salomón se acercaba a los tobillos de su dignidad y grandeza.
Por H. Luis Eduardo Rodríguez, L.C.
“Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo». Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?». Entonces Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre».”
(Jn 6,51-58 / XX Domingo Ordinario B)
Hoy salí a correr. En vez de escuchar música, iba escuchando un curso de Biblia. Uno de los temas era el libro del Éxodo. Allí vemos cómo Dios le da a Moisés las indicaciones para que le construya el Tabernáculo. Este debía ser, por excelencia, el lugar de culto, el lugar para adorar a Dios. Dentro del Tabernáculo, había una primera sala: el Lugar Santo. Allí se presentaban ofrendas al Señor y se quemaba el incienso. Más adentro, detrás de un velo, a la vez íntimo y trascendente, se encontraba el Lugar Santísimo o Sanctasanctórum.
El lugar “Santo de los Santos” era tan santo que sólo una persona –el Sumo Sacerdote– podía entrar una vez al año, el Día de la Expiación (Yom Kipur). Dios no habitaba el templo, ni siquiera en el Sanctasanctórum. Dios era demasiado grande y poderoso para poder estar encerrado en una habitación que no tenía ni cuatro paredes. Pero allí dentro, los judíos habían reservado lo más importante y santo de su historia: el Arca de la Alianza, que contenía las tablas con los diez mandamientos, la vara de Aarón y un poco de maná. Sí, maná. Pero ¿por qué? ¿Por qué querrían guardar un poco de pan? Bueno, creo que, si mañana cayera pan del cielo, cualquiera de nosotros se guardaría un poco: ¡Hey, es pan caído del cielo!
De todas maneras, el maná era sólo eso: pan. Un pan especial, muy especial, claro, pero sólo pan. El templo fue destruido hace 2,000 años. El tabernáculo ya no existe, ni el velo ni el Sanctasanctórum que ese velo custodiaba. Hoy día tenemos una cajita. A veces está al centro de la iglesia; a veces, a un lado; hay iglesias que no la tienen. Y en esa cajita guardamos algo que parece pan. Palabra clave: “parece”. Este “pan” no es sólo pan; ni siquiera “pan especial”. Lo que reservamos en esa cajita es algo…, no, es Alguien tan grande que ni el Templo de Salomón se acercaba a los tobillos de su dignidad y grandeza. Alguien tan pequeño y humilde para entrar no sólo en esa cajita, sino en nuestro corazón, cada vez que nos acercamos a recibir la comunión. Quizá ya no tenemos ni Templo ni Tabernáculo ni Lugar Santo, pero tenemos un corazón que debería estar más adornado que el mismísimo Sanctasanctórum, porque quien lo viene a habitar es mucho más grande que cualquiera que jamás puso pie en el Sanctasanctórum de aquel tiempo.
Foto: Dimitri Conejo Sanz