“Si hago lo que no quiero, eso ya no es obra mía sino del pecado que habita en mí”
Por Maleni Grider
De la vida en Cristo, para mí la parte quizá más pesada es la de lidiar conmigo misma, con mi carne, con mi pecado. Como el apóstol Pablo, me he dolido desesperadamente las veces que no he sabido controlar mi ser y he tomado las decisiones equivocadas que me llevan a pecar.
“Puedo querer hacer el bien, pero hacerlo, no. De hecho no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Por lo tanto, si hago lo que no quiero, eso ya no es obra mía sino del pecado que habita en mí. Ahí me encuentro con una ley: cuando quiero hacer el bien, el mal se me adelanta. En mí el hombre interior se siente muy de acuerdo con la Ley de Dios, pero advierto en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi espíritu, y paso a ser esclavo de esa ley del pecado que está en mis miembros. ¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo, o de esta muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios, por Jesucristo, nuestro Señor! En resumen: por mi conciencia me someto a la Ley de Dios, mientras que por la carne sirvo a la ley del pecado.”
(Romanos 7:18-25.)
Todos luchamos contra las adversidades, contra la mundanidad, contra las malas influencias, etcétera, en nuestro deseo de mantenernos limpios para el Señor y libres de culpa. También hacemos un esfuerzo de confesión para recibir el perdón de Dios a diario y seguir caminando hacia la purificación de nuestras almas y nuestros cuerpos.
Pero cuando caemos en pecado, cuando nuestras pasiones o necedades nos conducen a hacer aquello que no queremos hacer, todo esfuerzo anterior pierde sentido y la culpa nos mete en un infierno: el de haberle fallado a Dios, a nuestra propia conciencia y a otros. Es incomprensible la manera en que cedemos a veces ante nuestra propia carne, aun a sabiendas de que no es lo correcto, que Dios nos mira y que el costo será alto.
El diablo nos tienta a menudo y utiliza las circunstancias, buenas y malas, para hacernos resbalar y perder el rumbo de la santidad. Es difícil luchar contra sus acechanzas. Pero más que luchar contra el mundo o contra las fuerzas de maldad en la oscuridad, lo más difícil es vencer nuestros propios impulsos, nuestro ego, nuestro orgullo.
Dios es un Ser maravilloso que está siempre presente en todos los aspectos de nuestra vida, y también en los detalles. Porque le importamos. Él interviene y participa en los detalles más pequeños. Pero ¿qué creen? También Satanás actúa a través de los detalles. No por amor, sino para confundirnos, hacernos dudar y finalmente clavarnos la estaca. Satanás es un imitador de Dios, pero sin la perfección ni el amor de éste. Su intención es meternos la duda y desviarnos del camino del bien para que fallemos en nuestra lealtad y obediencia a Dios. Quiere hacernos pecar y morir, a toda costa. Destruirnos. Necesitamos discernimiento espiritual para reconocer sus argucias.
Cuando damos rienda suelta a nuestra carne, le abrimos la puerta al mal de par en par. Un ministro de la fe en México suele decir que a veces “invitamos al diablo a entrar a nuestra casa, lo dejamos que se siente en nuestros sillones y hasta le servimos limonada…”. Quiere decir que, al no resistirnos al pecado, el diablo halla puertas y ventanas abiertas, y se cuela en nuestra vida de inmediato, pero no para ver la televisión, sino para destruir nuestra paz, nuestra familia, nuestro matrimonio, a nuestros hijos y a nosotros mismos.
Por eso dice también el apóstol Santiago: “Sométanse, pues, a Dios; resistan al diablo y huirá de ustedes; acérquense a Dios y él se acercará a ustedes. Purifíquense las manos, pecadores; santifiquen sus corazones, indecisos. Reconozcan su miseria, laméntenla y lloren. Lo que les conviene es llanto y no risa, tristeza y no alegría. Humíllense ante el Señor y él los ensalsará”. Santiago 4:7-10
Resistir al diablo, permanecer cerca de Dios. El primero huirá y nuestro Padre se acercará a nosotros. Jesucristo ya pagó por nuestros pecados, pasados, presentes y futuros. Si caemos, no hay razón para quedarnos derrotados, en un proceso de culpa y castigo interminables, el Salvador derramó toda su sangre para pagar el precio de nuestra redención. El Acusador hará todo para mantenernos tirados, en la autocompasión… ¡y torturarnos! Pero su obra es corta si vamos a la fuente de perdón y confesamos nuestras faltas.
Si lo resistimos, con todo y sus artimañas de tentación, y le damos la espalda, si le cerramos todas las puertas de tajo, no tendrá más remedio que huir de nosotros. Donde hay santidad, las tinieblas no prevalecen, y podremos ahorrarnos mucho sufrimiento.