El problema no es cómo decida Dios irrumpir en nuestras vidas; el problema somos nosotros que no lo queremos dejar entrar.
Por H. Luis Eduardo Rodríguez, L.C.
“A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo. Se enteraron sus vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y se alegraban con ella. A los ocho días vinieron a circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre; pero la madre intervino diciendo: «¡No! Se va a llamar Juan». Y le dijeron: «Ninguno de tus parientes se llama así». Entonces preguntaban por señas al padre cómo quería que se llamase. Él pidió una tablilla y escribió: «Juan es su nombre». Y todos se quedaron maravillados. Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua, y empezó a hablar bendiciendo a Dios. Los vecinos quedaron sobrecogidos, y se comentaban todos estos hechos por toda la montaña de Judea. Y todos los que los oían reflexionaban diciendo: «Pues ¿qué será este niño?». Porque la mano del Señor estaba con él. El niño crecía y se fortalecía en el espíritu, y vivía en lugares desiertos hasta los días de su manifestación a Israel.”
(Lc 1,57-66.80 / La natividad de san Juan Bautista)
Todos hemos deseado alguna vez que se nos apareciera un ángel para decirnos qué quiere Dios de nosotros… O que Dios saliera de entre las nubes y aclarara, de una vez por todas, las dudas sobre su existencia. Estos gestos grandiosos y apantallantes siempre nos llaman la atención. Y todos sabemos que la Biblia está llena de estas grandes explosiones de lo sobrenatural, cuando lo Divino penetra en el mundo terreno y en la vida cotidiana de los hombres. Pero también nos damos cuenta de que, en el mundo de hoy, Dios ha cambiado su estrategia: ya no hace tanto “¡BOOM!”…
El problema no es cómo decida Dios irrumpir en nuestras vidas; el problema somos nosotros que no lo queremos dejar entrar. El problema no es que no se nos aparezca el ángel; el problema es que no vemos los miles de ángeles de Dios que nos rodean todos los días: mamá, papá, esposo, esposa, hermanos, hijos, amigos, compañeros de trabajo, el pobre de la esquina… El problema no es que Dios no se aparezca; el problema es que, aunque se abriera el cielo y Dios nos gritara que sí existe, siempre encontraríamos una excusa para no creer o hacerlo pasar sólo por una ilusión o un truco.
Sí, muchas veces somos Zacarías: estamos en la presencia del Señor sin darnos cuenta. Se nos aparece su ángel y no le creemos. Nos concede un súper milagro y nosotros ni nos enteramos. Quizá le pudiéramos pedir a san Juan Bautista que nos ayude a pedirle a su primo, Jesús, que nos haga más como María y como Isabel… Ellas no se andaban con problemas: ¡por eso Dios les concedió la gracia de ser mamás de Jesús y de su precursor!