Por Fernando de Navascués
Antes de hablar de la comunicación con nuestros hijos me gustaría hacer una sencilla pero bastante lógica aclaración. Es un error muy grande pensar que “nuestros” hijos son “nuestros”, como si se tratara de una propiedad, de un derecho, de algo que uno se ha ganado y que puede tratarse como si fuera cualquier otro bien más de los que poseemos y que está a nuestro servicio.
Me explico: realmente no existe el derecho a tener un hijo y menos aún a hacer un mal uso de él. Y esto tanto desde el punto de vista de la fe, como desde un plano meramente humano, puesto que no tiene solamente una connotación del orden de lo sobrenatural (Dios me da un hijo o no me da un hijo), sino también posee una connotación del ámbito fisiológico y psicológico.
En cambio, el sujeto de derechos es el hijo: es él quien tiene derecho a unos padres. Y ser padre es una vocación que nos viene dada y la cual no podemos soslayar sin que implique graves perjuicios en los hijos. Es decir, el desentendernos de ese derecho del hijo y obligación nuestra, sí tiene importantes consecuencias.
Y si tenemos nosotros esa obligación de ser padres, la tenemos con todas las responsabilidades que ello implica: la primera de ellas es la de adentrar, encaminar y acompañar a nuestros hijos en la realidad del mundo al que han venido. Acompañarles en su maduración humana, física y espiritual. Desentendernos de una faceta de este tipo es abandono de funciones, y si no lo hacemos… alguien lo hará por nosotros y quizá no nos gusten los resultados.
En esto, como en casi todo en este mundo, es fundamental mantener una comunicación rica con ellos. Rica en amor. Cuando los hijos son pequeños, la comunicación tiende a ser física, muy cercana, muy relacionada con el juego y con una característica que no desaparecerá nunca en la vida: que ha de ser muy afectiva.
Me sorprendió leer el otro día que las personas con Alzheimer, aunque pierdan la memoria, incluso el reconocimiento de las personas más queridas, nunca olvidan la memoria afectiva… Siempre recuerdan el cariño, el amor recibido… Y si tanto en la cuna como cuando estás cerca de la sepultura estamos necesitados de afecto, ¡cuánto será el amor que se necesite en otras etapas de la vida, especialmente en las de maduración, en las que los hijos sí son plenamente conscientes!
Se me ocurren varios consejos que suelo dar algunas veces a quien me los pide.
Somos padres, no amigos
Es bueno no confundir. La familia es para siempre, los amigos van y vienen. Pero mucho más que eso: un padre siempre es amor y cercanía, perdón incondicional, luz en la tiniebla y puerto seguro al que volver después de navegar sin rumbo, o con rumbos equivocados. Y ese puesto se gana desde la autoridad, a veces entre el error y el acierto, pero el hijo sabe identificar cuándo es honesto y cuándo interesado.
Por tanto, nuestra autoridad viene desde arriba, y ése es justamente su valor. En que no estamos en el mismo plano. Y si se desvirtúa esa ascendencia, ¿a quién tendrá como referente? Se trata de un lugar al que los hijos volverán aunque, como tantas veces ocurre, ya no estemos aquí para verlo.
Respetar el momento de nuestro hijo
Creo que es otro buen consejo. Como en toda maduración hay momentos oportunos e inoportunos, momentos en los que es posible hablar, otros en los que no. A veces llegamos temprano, otras veces en el momento oportuno y otros tan tarde, que la fruta está madura e, incluso, podrida ya en el suelo.
Si ves que tu hijo no quiere hablar del tema, revisa cuál puede ser el motivo y, en cualquier caso, respétalo.
Semáforo verde y semáforo rojo
Sinceramente éste es el que más me gusta. Y lamentablemente hay padres que han dejado de ejercer esta responsabilidad. Cuando nuestros hijos son pequeños y hacen caso de las indicaciones que les damos: semáforo verde se puede pasar, semáforo rojo hay que parar. Esta palabra se puede decir, esta palabra no se puede decir. A las personas se les respeta sí o sí. Fastidiar a los demás siempre es no…
Cuando nuestros hijos empiezan a crecer, es fundamental que sepan distinguir el semáforo rojo del semáforo verde. Lo bueno de lo malo. Lo honrado de lo corrupto. Aunque luego ellos vayan por otro lado, siempre sabrán qué es lo bueno y qué es lo malo.
Lo malo es cuando nadie les ha dicho lo que está bien y lo que está mal, y lo peor es que nuestra sociedad está repleta de padres que han abandonado sus responsabilidades, quizá porque son los primeros en saltarse las reglas. Triste.
Escucha activa
Es decir, interés, atención, vigilar el lenguaje del cuerpo, escuchar los sentimientos del hijo, que sepa que le estamos escuchando y no solamente que estamos delante de él. Sabe que podemos discrepar, pero él lo que necesita es que alguien con autoridad y con amor le escuche. No busca nuestra aprobación, sino nuestro cariño. Y hay que tener en cuenta que los hijos no se suelen mover por una lógica matemática aplastante, si no por afectos.
Estar atento a sus sentimientos. Para ti podrá ser una tontería, pero para él es un mundo. Un mundo del que quizás no sabe cómo ha llegado ni cómo salir. Escucha con el corazón y no subestimes sus problemas.
Haz acopio de toneladas y toneladas de paciencia
Los cambios de humor y de ánimo, la euforia y la tristeza, la comprensión y la incomprensión, los cambios físicos y el despertar de su sexualidad, su mundo interior, a veces confuso, inventado, inmaduro… La necesidad de ser “alguien” en su ambiente, el miedo al fracaso, la importancia de su grupo de amigos donde se reciben unos estímulos de compañerismo que no ofrece la familia…
Todo un mundo complejo y del que no sabemos tanto como un psicólogo, pero que, si nos guiamos por el amor, nuestros hijos sabrán valorar lo que hacemos porque, en el fondo, es lo que quieren: ser amados por sus padres.