Él entregó su vida, partió su cuerpo, para poder decirnos las palabras que realmente importan…
Por Maleni Grider
“Entró [Jesús] de nuevo en Cafarnaúm; al poco tiempo había corrido la voz de que estaba en casa. Se agolparon tanto que ni siquiera ante la puerta había ya sitio, y él les anunciaba la Palabra. Vinieron a traerle un paralítico llevado entre cuatro. Al no poder presentárselo a causa de la multitud, abrieron el techo encima de donde él estaba y, a través de la abertura que hicieron, descolgaron la camilla donde yacía el paralítico.”
Marcos 2:1-4
Si hay algo que toca el corazón de Dios, si algo llama su atención y lo hace arder en amor, es la fe. Cuando alguien tiene fe en Él, una llamarada se enciende y hace que Dios voltee a mirarlo. En otras palabras, si algo lo hace conmoverse profundamente es la fe.
Por eso, cuando Jesús vio la fe de un grupo de hombres que traían a un amigo paralítico ante su presencia para ser sanado por él (venciendo todo obstáculo y retando a la gravedad), su discurso se detuvo de inmediato y su atención se dirigió hacia ellos. Fue tanta su fascinación por estos jóvenes, cuya acción fue osada, confiada y llena de fe, que lo primero que le dijo al hombre fue: “Hijo, tus pecados te son perdonados”.
Por supuesto, los escribas (aquellos que critican de manera despiadada, envidiosa e irracional) estaban ahí para levantar su dedo acusador: “¿Quién se cree éste que es? Sólo Dios puede perdonar pecados…” Por supuesto, Cristo sabía lo que ellos cavilaban, así que les hizo una de las preguntas más reveladoras acerca de su gracia que aparecen en los evangelios: “¿Qué es más fácil decir al paralítico: ‘Tus pecados te son perdonados’ o ‘Levántate, toma tu lecho y anda’?” (Marcos, capítulo 2).
Sus acusadores callaron. Nosotros, dos mil años después, todavía seguimos batallando para contestar esa pregunta, y seguramente diremos: “Pues es más fácil decir ‘Tus pecados te son perdonados’; porque decirle a un paralítico que se levante y hacerlo andar es mucho más difícil, se requiere de un milagro…’.”
Sin embargo, Jesús viró y les dijo: “Para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (viendo al paralítico): ‘A ti te digo: Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa’”. Entonces… el milagro ocurrió, enseguida el hombre se levantó y, a la vista de todos, tomó su lecho y se fue andando ‒o quizá brincando‒.
¿Qué quiere decir todo este episodio? Jesús, el Hijo de Dios, sabía cuánto costaría ganar su autoridad, Él anticipaba el alto valor de su sacrificio en la cruz, y la gracia de perdón y sanidad que vendría sobre todos nosotros a través de éste. Era mucho más difícil decir “Tus pecados te son perdonados” porque eso implicaba su propia muerte. Sin ésta no podría nadie recibir perdón. Y mucho menos recibir un milagro de sanidad.
Pero porque Él estaba convencido de que iría a la cruz por este hombre y por todos nosotros, perdonó los pecados de todos aquellos que tuvieron fe, se arrepintieron o buscaron su misericordia. Los milagros de sanidad y liberación que regaló a miles de personas, y que hoy sigue otorgándonos de acuerdo a su potestad en la tierra y en el cielo, son sólo una consecuencia natural de haber pagado el precio en el Calvario.
Quizá los amigos del paralítico pensaron: “Señor, ¿cómo dices que perdonas sus pecados…, bueno, está bien, pero…, digo, lo trajimos hasta aquí para que lo sanaras…” Y qué grande sería su sorpresa al ver que, además, Jesús sanó a su amigo y recompensó su fe. El Salvador sí tenía la autoridad para perdonar pecados, y también el poder para sanar, pues era Dios mismo, ese Dios que se hizo hombre y se dio a sí mismo por la humanidad.
Jesús se preocupó más por el alma del paralítico y su salvación eterna que por su cuerpo físico, sin embargo, también tuvo misericordia para devolverle la salud y redimir su vida terrenal. ¡Qué grandioso es nuestro Señor! Él entregó su vida, partió su cuerpo, para poder decirnos las palabras que realmente importan: “Tus pecados te son perdonados”.