Siempre estamos pendientes de lo que tienen los demás y yo no. Es fácil echarle la culpa a los demás y a las circunstancias por nuestros fallos y carencias.
Por H. Luis Eduardo Rodríguez, L.C.
“Seis días más tarde, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo». Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis». Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».”
(Mt 17,1-9 / La Transfiguración del Señor B)
Todos lo hemos pensado. No me pueden decir que no. Todos, alguna vez, hemos tenido un poco de envidia de los apóstoles, en especial de estos tres. Eso si es favoritismo: vivir con Jesús y además ser de los elegidos para verlo transfigurado y glorioso. Así cualquiera llega a santo. Nosotros, en cambio, la tenemos mucho más difícil.
Siempre estamos pendientes de lo que tienen los demás y yo no. Es fácil echarle la culpa a los demás y a las circunstancias por nuestros fallos y carencias. La grama del jardín del vecino siempre está más verde… Los demás siempre tienen más oportunidades, más facilidades, más suerte.
Pero Pedro, Santiago y Juan no llegaron a ser santos porque Jesús se los llevó a la cima del monte Tabor. Ellos llegaron a la santidad porque se pusieron a trabajar, porque se comprometieron con Jesús, porque le pusieron la vida en sus manos divinas.
¡Qué diferente sería nuestra vida si tomáramos toda esa energía y ese tiempo desperdiciados en quejarnos de lo que tienen los demás, y lo empleáramos en trabajar con lo que tenemos y hemos recibido! Dios no nos va a pedir algo que él no nos haya dado primero… En la vida, no hay una mano ganadora, como en las cartas: ¡todas las manos ganan, pero sólo si se ponen en juego!