Nuestra alma es un templo para Dios. Si lo descuidamos, no será sorpresa ver cómo se desmorona y queda en ruinas.
Por H. Luis Eduardo Rodríguez, L.C.
“Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre». Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora». Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?». Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré». Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?». Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la Palabra que había dicho Jesús. Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.”
(Jn 2,13-25 / III Domingo de Cuaresma B)
Tikal, Copán, Tenochtitlan, Machu Pichu… cualquier lugar con ruinas de civilizaciones antiguas es un destino turístico muy atractivo. Hay un cierto encanto en subir esas pirámides abandonadas, caminar entre los escombros de los templos destruidos, admirar los restos de civilizaciones que ya desaparecieron… Quizá sea el asombro de ver lo lejos que hemos llegado o el hecho de pensar que nosotros seguimos aquí y ellos ya no o, tal vez, nos pega un golpe la realidad cuando entendemos que algún día, un grupo de personas podrían estar viendo mi celular o mi carro o mi casa como yo veo estas ruinas…
A mí me encanta todo esto y siempre me ha impresionado el poder de la naturaleza para deteriorar las grandes construcciones del hombre. Quizá un templo griego se mantuvo en pie durante siglos y servía como sitio de culto para miles de personas. Pero bastan unas decenas de años de descuido y abandono para que todo se venga a tierra. Es como los panales de abejas: mientras las abejas lo habitan y producen allí su miel, el panal se mantiene firme y nadie quiere acercársele o hacerle daño. En cambio, si las abejas se van y lo abandonan, cualquier niño podría destruirlo de una pedrada, sin miedo alguno, o el mismo viento y la lluvia lo van destruyendo.
Así también es nuestra alma: un gran templo para Dios. Mientras lo mantenemos limpio de pecados, lo decoramos bien con virtudes y, sobre todo, invitamos a Dios a vivir en él, el templo de nuestra alma se mantiene vivo, firme, joven, hermoso. Pero si lo descuidamos, dejamos que se ensucie con basura o que crezca la hiedra en las paredes y nos obstinamos en mantener a Dios afuera, no será una gran sorpresa ver cómo ese templo se desmorona y queda todo en ruinas.
Gracias a Dios, Jesús sabe que somos débiles y que casi siempre terminamos metiendo la pata. Por eso vino a salvarnos. Él nos dijo que no importaba si se destruía el templo: Él podía construirlo de nuevo… Él hace nuevas todas las cosas (Ap 21,5). Nuestra alma puede convertirse en el siguiente Stonehenge… o permanecer firme, hermosa, en pie, dando gloria a su Creador que le ha regalado la gracia de su Presencia en ella.