Muchas veces, no importa tanto “qué” hacemos, sino “por qué” lo hacemos. Por eso, es importante plantearse esta pregunta con frecuencia.
Por H. Luis Eduardo Rodríguez, L.C.
“Cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?». Jesús les contestó: «En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios». Ellos le preguntaron: «Y ¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?». Respondió Jesús: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado». Le replicaron: «¿Y qué signo haces tú, para que veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: “Pan del cielo les dio a comer”». Jesús les replicó: «En verdad, en verdad os digo: no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo». Entonces le dijeron: «Señor, danos siempre de este pan». Jesús les contestó: «Yo soy el pan de vid]a. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás.”
(Jn 6,24-35 / XVIII Domingo Ordinario B)
Muchas veces, no importa tanto “qué” hacemos, sino “por qué” lo hacemos. Por eso, es importante plantearse la pregunta con frecuencia: “¿por qué…?” Incluso en nuestra relación con Jesús: ¿Por qué creo en Él? ¿Por qué lo sigo? ¿Por qué le rezo? ¿Por qué acudo a Él en la Eucaristía o en la confesión? Nuestros porqués nos pueden iluminar el camino para seguir creciendo en la vida de gracia.
Quizá creo en Dios porque eso me enseñaron desde pequeño o porque tuve un encuentro personal con Él. Quizá yo sigo a Jesús porque así lo hicieron mis papás y sus papás y mis hermanos y mis amigos o porque he sentido su llamado en mi corazón. Quizá le rezo siempre o sólo a veces o sólo cuando necesito algo. Quizá acudo a la Eucaristía por compromiso o porque es mi refugio, donde descanso y me siento feliz. Quizá me acerco al confesionario para quitarme el peso de encima o porque me he enamorado de su misericordia.
Lo importante, ahora, no es sentirme mal y apachurrado porque algunas de mis motivaciones no sean las mejores. Lo más importante es reconocer “por qué” hago lo que hago y decidir mantener lo que está bien y mejorar lo que se puede mejorar. Lamentarse por los errores y fallos del pasado no sirve de nada; ver la cima a conquistar y empezar a subir es el único camino hacia la meta.
No será cosa de un día ni de una noche, ni siquiera de una semana. Es cada día: cada día hay que dar un paso más, cada día hay que buscar más, cada día hay que renovar el porqué. No nos podemos contentar con lo que ya tenemos, con un chocolatito que nos encontramos por el camino: tenemos la fábrica de chocolates entera esperándonos al final del camino. Un chocolate se acaba, la fábrica siempre produce más.