El Espíritu Santo fue enviado a nosotros por el Padre, a fin de acompañarnos y ayudarnos en nuestro proceso de santificación.
Por Maleni Grider
Y Juan dio este testimonio: “He visto al Espíritu bajar del cielo como una paloma y quedarse sobre él. Yo no lo conocía, pero Aquel que me envió a bautizar con agua, me dijo también: ‘Verás al Espíritu bajar sobre aquél que ha de bautizar con el Espíritu Santo, y se quedará en él’. Sí, yo lo he visto; y declaro que éste es el Elegido de Dios”.
Juan 1:32-34
Cuando Jesús fue bautizado en el Río Jordán, el cielo se abrió, el Espíritu Santo bajó como una paloma y se posó sobre Él, mientras la voz de su Padre pronunciaba su complacencia.
¿Por qué representamos al Espíritu de Dios con una paloma? Podemos inmediatamente pensar que una paloma es pacífica, suave, sencilla, blanca, etcétera. Pero hay una característica de esta ave que revela profundamente a la tercera persona de la Trinidad: la paloma es muy sensible a la naturaleza humana, se espanta fácilmente.
Cuando cometemos pecado, el Espíritu Santo se entristece, se apaga, y queda inhabilitado para ayudarnos porque lo hemos lastimado, Él no puede estar en contacto con el pecado, porque es Santo. De modo que ya no puede desplegarse, invadirnos, saturarnos con su presencia. Su fruto no se manifestará en nosotros.
Pero cuando nos mantenemos en santidad, nos mantenemos en alianza con la naturaleza pura del Espíritu Santo, y se manifiesta en nosotros la paz, paciencia, benignidad, fidelidad, templanza, dominio propio y otros frutos espirituales.
El Espíritu de Dios busca en dónde reposar. El Espíritu de Dios vive dentro de nosotros, pero está ávido de permanecer en personas que lo acojan y no lo entristezcan, sino que vivan en santidad haciendo de su cuerpo un templo hermoso donde Él pueda vivir libremente y manifestarse. El Espíritu Santo es una persona, pero no tiene cuerpo porque es espíritu. Quiere vivir en nosotros, pero para poder quedarse y moverse ahí dentro tenemos que estar llenos de amor, dejar vivir a Cristo en nuestro corazón, perdonar y abandonar toda amargura.
El Espíritu Santo no es débil sino poderoso, pues es Dios mismo, pero es sensible a la naturaleza humana y, sobre todo, al pecado. Podría consumirnos con su fuego, pero en cambio respeta nuestra voluntad y sólo se manifiesta en aquellos que lo adoran y le dan la bienvenida cada día.
Desde antes de la creación del hombre y la mujer, el Espíritu Santo existía y flotaba sobre las aguas. “En el principio, cuando Dios creó los cielos y la tierra, todo era confusión y no había nada en la tierra. Las tinieblas cubrían los abismos mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas.” (Génesis 1:1-2). Luego fue enviado a profetas y siervos de Dios, los guio, habitó en ellos y les dio grandes revelaciones.
Cuando Cristo vino al mundo, el Espíritu Santo se posó sobre Él, y permaneció en Él. De tal modo que Jesús pudo cumplir con su misión, su pasión y resurrección, así como hacer prodigios. Hoy en día, el Espíritu Santo busca dónde permanecer, dónde habitar, pues fue enviado a nosotros por el Padre, a fin de acompañarnos, fortalecernos, guiarnos, enseñarnos, revelarnos, y ayudarnos en nuestro proceso de santificación.
El Espíritu Santo quiere venir sobre nosotros y quedarse ahí por el resto de nuestra vida. No lo espantemos, entristezcamos ni apaguemos con el impacto violento del pecado. “No entristezcan al Espíritu santo de Dios; éste es el sello con el que ustedes fueron marcados y por el que serán reconocidos en el día de la salvación. Arranquen de raíz de entre ustedes disgustos, arrebatos, enojos, gritos, ofensas y toda clase de maldad. Más bien sean buenos y comprensivos unos con otros, perdonándose mutuamente, como Dios los perdonó en Cristo.” (Efesios 4:30-32)
¡Ven, Espíritu Santo. Llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor!